27 dic 2016

TODOS LOS JUECES SON DECOROSOS




Dedicado a Leticia Lorenzo

¿Qué es el decoro? La primera acepción de la palabra “decoro” en el diccionario de la RAE es “honor, respeto, reverencia que se debe a una persona por su nacimiento o dignidad”. Es decir, es una pauta normativa de comportamiento en el trato de las personas.

La segunda acepción es “circunspección, gravedad”. El problema es que el término “circunspección” es definido como “seriedad, decoro y gravedad en acciones y palabras”. Y el término “grave”, a su vez, significa “que se distingue por su circunspección, decoro y nobleza”. Todo muy circular...

Podemos estar de acuerdo, sin embargo, en que es un criterio normativo sobre el comportamiento esperado en las relaciones sociales. Estará condicionado, entonces, por las cualidades que revisten las personas que se relacionan y, fundamentalmente, por la situación concreta en que se hallan. Por supuesto, el contexto cultural, social y político determinará en qué situaciones se espera de los habitantes ciertos comportamientos cuando se trata de la interactuación habitantes/jueces.

Veamos cómo se utiliza el término cuando se trata de jueces y cuando se trata de seres humanos.




Las diferencias son notables. El apelante debe tratar al juez con el “decoro” que corresponde a “su clase”, esto es, a su calidad de juez. Es decir que los jueces pertenecerían a una “clase” diferente que merece un trato especial. El apelante ni siquiera puede decirle que “juzgó mal”, lo que, en sí mismo, genera un grave problema. ¿Cómo justificar que se desea recurrir la resolución si ésta se considera correcta? En caso de “osadía”, la multa de diez maravedís. El juez, en cambio, solo debe abstenerse de injuriar y de maltratar. Y su incumplimiento no es una “osadía”. Así, el apelante tiene un deber positivo de tratar al juez como alguien que pertenece a una clase especial y, por otro lado, el deber negativo de abstenerse de injuriarlo o de decirle que su decisión es incorrecta. El juez, en cambio, solo tiene el deber negativo de no injuriarlo o maltratarlo. Un gran desequilibrio en sus relaciones...

Todo esto resulta comprensible pues el texto citado corresponde a un libro español publicado en 1838[1]. Y aquí viene el gran problema. La primera acepción del término, en la actualidad, no puede exigir “reverencias” por el “nacimiento” o por la “dignidad” de las personas, en el sentido de que algunas personas sean más dignas que otras. Tal interpretación de término “decoro” podrá ser propio de los tiempos de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, pero no puede ser el sentido del término en el siglo XXI y en un país republicano.

El gran problema que sufrimos los habitantes es resultado de la apropiación del sentido del término por parte de los jueces. Los jueces utilizan el término “decoro” y otros términos similares para establecer un estatus privilegiado para sí mismos que los coloca por encima de las demás personas. Así, aprovechan la ambigüedad, la vaguedad y la textura abierta de términos tales como “decoro”, “bonhomía”, “pundonor”, “delicadeza” o “ecuanimidad”, entre otros, para construir sus privilegios y establecer nuestros deberes.

Veamos el ejemplo en la elegante prosa de un caso judicial de Santiago del Estero:

La norma de forma mencionada adopta una fórmula flexible, que autoriza al Juez a separarse de la causa cuando medien motivaciones graves de orden subjetivo que creen situaciones molestas o difíciles que puedan pesar sobre su conciencia al momento de decidir, las cuales es de mi estima que superan las vallas de “exceso de suceptibilidad”, ya que se encuentran debidamente justificadas; Desde ésta perspectiva ha de señalarse que no corresponde aplicar estrictamente las normas que regulan la recusación con causa a los supuestos de excusaciön, las que deben ser apreciadas con mayor amplitud de criterio a fin de hacer honor a los escrúpulos siempre respetables de los magistrados, que deben presumirse sinceros, de manera tal que los motivos de excusación son más amplios e imprecisos que los de recusación y cubren ciertos casos de violencia moral, que sólo el Juez sabe en que medida pesan sobre su conciencia (cf CNCivil, Sala C, 264355 “Sena Adalberto Claudio C/ Policía Federal Argentina S/ Daños y Perjuicios”, 9-3-99) Por lo tanto tal estado es de apreciación personal y lo que es motivo para configurarlo, a juicio de un juez, puede no serlo para otro en idéntica situación, correspondiendo declarar admisible las excusaciones, sino puede afirmarse con certeza que sólo media exceso de suceptibilidad o de mera delicadeza; lo que fuera descartado en las consideraciones supra; debiendo tenerse presente que “motivos graves de decoro y delicadeza” abarca (el decoro), no sólo el honor, sino también el respeto, la reverencia el recato y la estimación”...

Se trata de un caso de excusación de los jueces por “violencia moral” por razones de delicadeza y decoro. Es una causal que los jueces utilizan en su beneficio, esté o no regulada en el código procesal. Las “razones de delicadeza y decoro” son invocadas para establecer una diferencia entre los deseos de los jueces y de las partes.

Cuando el apartamiento es solicitado por el juez por motivos de “decoro”, las causales se interpretan con mayor amplitud de criterio. ¿Por qué razón? Porque se debe “hacer honor a los escrúpulos siempre respetables de los magistrados, que deben presumirse sinceros...”, y porque “sólo el Juez sabe en qué medida pesan sobre su conciencia”.

Es decir que lo relevante no sería la única razón que justifican las causales de apartamiento, que es la de asegurar la intervención de un juez imparcial en el caso concreto. Lo relevante sería el “decoro”, “honor”, la “delicadeza”, el “recato”, la ¡¡¡“reverencia”!!! De esta manera, se distingue, entre las causales de recusación, las comunes, que constituyen un deber, y la causal referida al “decoro” de sus señorías, que sería “un derecho del juez”.

Es cierto que es el juez (así, con minúscula) quien sabe “en qué medida pesan sobre su conciencia” los motivos por los cuales solicita su propio apartamiento. Sin embargo, no se utiliza el mismo criterio cuando se trata de una recusación fundada adecuadamente por una de las partes en un temor razonable de parcialidad del juzgador. En esos casos, a los jueces no les interesa en lo más mínimo el sentimiento de temor de la parte que presenta la recusación, a pesar de que es ese mismo sentimiento, precisamente, el que el objeto de la garantía de imparcialidad debe evitar que la parte sienta.

Veamos ahora un ejemplo que utiliza el viejo truco de la fórmula “si bien es cierto... también es cierto...” para negar la primera certeza.


El fallo citado infiere del hecho de que un juez se excusó por considerar que no podrá actuar imparcialmente, la prueba de lo contrario... que actuará imparcialmente. ¿Cómo es posible fundar semejante afirmación? A través de una ficción, es decir, se parte de un presupuesto que no se discute. Se presume, a pesar de la prueba en contrario, que “la integridad de espíritu, la elevada conciencia de su misión y el sentido de la responsabilidad que es dable exigirles” los colocan más allá de la actuación parcial. Así, se deriva de las que se consideran exigencias normativas de su función una afirmación sobre hechos. Algo así como “será imparcial porque debe serlo”. Esas exigencias, entonces, le permitirán cumplir con sus funciones y defender “su propio decoro”, porque sí, no se sabe por qué...

No es posible afirmar, actualmente, que frente a la solicitud de apartamiento realizada por una de las partes el juez deba salir “en defensa de su propio decoro”. En primer término, pues la gran mayoría de las causales de recusación no se refieren a la actuación incorrecta del juez, sino que se considera que dadas ciertas circunstancias, es posible que la actuación del juez no sea imparcial (si es pariente, o fue denunciante, o hubiera sido denunciado). Y ello porque no se trata de que sea un mal juez, sino porque, en esas circunstancias, cualquier persona podría ver afectada su imparcialidad. Y los jueces, aunque ellos se sientan inmunes a todo por capas de “decoro” y “magistratura”, son seres humanos como cualquier otro. Por otro lado, además, pues no es la función del juez enfrentarse a la parte que ha solicitado su apartamiento —sea cual fuere el motivo— en actitud defensiva de su “decoro”. Si se coloca en esa situación, en ese preciso momento deja de actuar como juez y comienza a actuar como una parte.

El único fundamento de las recusaciones y excusaciones consiste en garantizar la imparcialidad del juzgador en el caso concreto. Por ello, en el momento en que el juez sepa que existe una situación capaz de alterar su estado de ánimo y, en consecuencia, su posibilidad de actuar imparcialmente, surge para él el deber de apartarse. No se trata de un derecho cuyo ejercicio el juez pueda resignar o aplicar solo cuando lo crea conveniente. Si cree de buena fe que su ánimo se podrá ver afectado —por el motivo que sea—, debe apartarse por imperativo legal. Y debe hacerlo para que no se afecte su imparcialidad, condición a la cual la parte tiene un derecho absoluto[2]. No se trata de su “decoro” o de algún otro concepto similar. No se puede ignorar que lo que se discute, esencialmente, en una recusación o excusación, es el derecho de la parte a un juzgador imparcial en el caso concreto. La susceptibilidad de los jueces por su honor o por su “decoro”, en este contexto, solo puede ser una cuestión accesoria.

En el contexto de un Estado republicano de derecho del siglo XXI, el “decoro” solo puede significar deberes para el juez y, desde ya, no puede ser entendido como una fuente de exigencias de tratamiento especial a la persona del juez. El respeto que le debemos a los jueces es el mismo respeto que le debemos a cualquier otra persona. No se trata de funcionarios de la corte de Luis XIV, se trata de agentes públicos que cumplen una función guiada por su estricto apego al derecho. No se trata de que se nos exija actuar como súbditos, se trata de recibir un trato digno por parte de un agente del Estado.

A modo de ejemplo. Días atrás, en Neuquén, el juez penal Marcelo Muñoz con su propio auto embistió el auto en el que circulaba una pareja, que terminaron en la zanja de un desagüe. El juez, que había bebido alcohol y conducía a mayor velocidad que la permitida, huyó del lugar y fue detenido 2 kilómetros más adelante. Se rehusó a hacer el test de alcoholemia y dijo que creía que había chocado con un árbol. (ver nota) ¿Y qué tiene que ver esto con el “decoro”? Que parece que en los pasillos de los tribunales neuquinos hay muchos jueces que criticaron al fiscal que lo acusa en el caso por su “falta de decoro” debido a la mediatización del caso... Sí, como leyeron, el “indecoroso” es el fiscal, y no es el juez que chocó, huyó y lo pescaron.

Éste es un buen ejemplo de cómo se utiliza el término para otorgar un estatus especial a los jueces. ¿Por qué motivo el fiscal del caso debe dar un tratamiento diferente al juez Muñoz? ¿Por qué les molesta la difusión pública de los detalles del caso? La molestia es, seguramente, porque esa exposición pública permite el control ciudadano de la actuación de los miembros del poder judicial y Muñoz no sale muy bien parado. Esos mismos jueces que atribuyen “falta de decoro” al fiscal Geréz, ¿califican del mismo modo la publicidad de cualquier otro caso?

Como siempre, quienes se quejan de que no se ha cumplido con las reglas de “decoro” debido a los jueces son... los propios jueces. La verdad es que, la práctica, además de antirrepublicana, resulta bastante patética. Los únicos que acostumbran a hablar de la “integridad de espíritu”, de la “elevada conciencia de su misión”, y del “sentido de responsabilidad que es dable exigirles”, son los propios jueces cuando se construyen a sí mismos como funcionarios siempre “decorosos”. Parecen ser inmunes a la crítica que reciben de las personas que sufren el servicio de justicia, y siguen hablando de un poder judicial fundado en ficciones, tan rígidas como alejadas de la realidad.

El poder que se les da a los jueces en la vida política exige un gran compromiso para hacer respetar las reglas del juego democrático. No se les entrega ese poder para que tengan ascensores y estacionamiento propios, ni para que se construyan como titulares de privilegios y merecedores de un trato “decoroso” que se asemeja a la de funcionarios del rey. El reconocimiento que su trabajo merece consiste, esencialmente, en las funciones que deben desempeñar al hacer ese trabajo en el marco de un Estado republicano de derecho.

El respeto que les debemos no es el que ellos creen merecer, es solo el mismo respeto que les debemos a las demás personas. Todo lo que esté por encima de eso no puede surgir de sus propias decisiones, es algo que, en todo caso, se gana con su trabajo cotidiano, que debe estar siempre orientado a la satisfacción de los derechos e intereses de todas las personas, es decir, a darnos el trato digno e igualitario que todos nosotros merecemos y con el cual ellos deben cumplir.




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[1] Joaquín Escriche (abogado de los Tribunales del Reino), Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, Madrid, Imprenta del Colegio Nacional de Sordo-mudos, tomo primero, 1838.
[2] El órgano de aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Comité, ha dicho: “... El requisito de la competencia, independencia e imparcialidad de un tribunal en el sentido del párrafo 1 del artículo 14 es un derecho absoluto que no puede ser objeto de excepción alguna (Comité de Derechos Humanos de la ONU, Observación General Nº 32, 2007, párr. 19). En similar sentido, pero con distintos fundamentos, la posición de Julio B. J. Maier respecto de la competencia, independencia e imparcialidad del tribunal como presupuestos procesales. Ver su Derecho procesal penal, Buenos Aires, Ed. del Puerto, t. II, ps. 73 y ss., especialmente ps. 117 a 121.






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16 dic 2016

"LOS SUPREMOS" DE IRINA HAUSER










El pecado original
Cuando él [Lorenzetti] terminó la primaria, la maestra le dijo a su padre «Su hijo va a ser abogado». Su primer trabajo relacionado con la profesión fue coser expedientes, a la usanza de entonces, en los tribunales de Rafaela.


Cuando Maqueda le pidió la renuncia a Nazareno
Pero en el momento, Maqueda no tuvo eco. Ni siquiera entre sus pares de la minoría. Fayt consideró que había que rechazar el pedido de renuncia por «inadmisible». Belluscio y Petracchi proponían contestar «téngase presente», la fórmula que usaban los jueces cuando quieren eludir una respuesta concreta.


Premoniciones
Las sillas de la sala de acuerdos de la Corte parecen sillones por su tamaño. Son redondas, bajas y presentan un problema de equilibrio: el que se siente muy adelante, cerca del borde, se cae. Como le pasó a Boggiano, ex juez del Opus Dei, quien se fue de cola al piso al grito de «¡Esto debe ser una premonición!» Al poco tiempo el Senado lo destituyó.


El viejo juez
Siempre tuvo la costumbre de repetir frases como axiomas a quienes lo rodeaban. El tema del paso del tiempo era una obsesión sobre la que Fayt ironizaba no solo para justificar su perpetuidad, sino la de los expedientes «cajoneados»: «el tiempo se venga inexorablemente de lo que se hace sin su auxilio», solía decir. También bautizó como «cronoterapia» el arte judicial de dejar pasar meses o años ante ciertos casos.


El ministro sociable
[Petracchi] Parecía reservado, pero era un hombre sociable, organizaba reuniones de amigos. Tenía gran afinidad con los ordenanzas y empleados de menor jerarquía, y de cuando en cuando se juntaba con ellos a comer asados en una de las azoteas del Palacio de Justicia, donde es imposible llegar sin perderse si se es visitante. La leyenda dice que aprovechaban para embriagarlo y hacerlo firmar nombramientos de mozos, personal de limpieza y rubros similares.

El texto de los párrafos reproducidos (no los copetes) son citas textuales del libro comentado.


Leí el libro Los Supremos, de Irina Hauser, de un tirón. El relato de la periodista expone las grandezas y miserias de un grupo de personas muy particular. Se trata de hombres y mujeres que integran la cabeza de uno de los poderes del Estado: los ministros, es decir, los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Afortunadamente, Irina Hauser no se dedica a la abogacía, sino al periodismo. Por ello, la historia reciente de la Corte que nos cuenta carece de formulismos jurídicos y es una historia política de la adquisición, ejercicio y concentración del poder de los ministros supremos que trabajan en el cuarto piso del palacio de la calle Talcahuano. Hauser desarrolla una historia de las prácticas reales de los ministros supremos y de otros actores relevantes para ese tribunal. Es por ello que describe de esta manera el judiciary way of life:

Vivir entre lujos y privilegios es parte de la cultura judicial, donde los jueces casi naturalmente se asumen como una casta diferenciada del resto de la sociedad sin cuestionarse demasiado.

Las relaciones entre los supremos entre sí, con el poder y con personajes de todas las jerarquías posibles construyen los capítulos que van armando esta historia de los supremos. Los relatos sobre los protagonistas y los actores de reparto son tan variados como interesantes. 

Personajes, por ejemplo, como Daniel Farías, lustrabotas que hizo brilllar los zapatos de varios supremos (de Fayt no, pues le ordenó retirarse de su despacho):

Daniel lustra un promedio de diez pares de zapatos por día. Cobra treinta pesos la lustrada. Sabe que es poco. Pero está harto de que le peleen el precio, y encima que lo haga gente que gana mucho dinero, el sector mejor pago del país.

De los protagonistas, Lorenzetti es el que obsesiona a la autora en mayor medida. La concentración del poder de controlar las fuerzas judiciales, las relaciones con los presidentes, los jueces federales y los medios de comunicación son una constante que recorre varios capítulos del libro.

El capítulo que me causó mayor impresión es el 17, que se titula “Privilegiados”. Comienza repasando las posiciones de los supremos en la cuestión del pago del impuesto a las ganancias. Hauser señala, con razón, que la Corte no necesita un caso concreto para modificar el estado de situación, ya que se trata de un mecanismo que les permite no pagar y que está “regulado” en una acordada del tribunal. Lo curioso, agregaría, en un poder judicial en que todos los supremos están a favor de que los jueces, como los demás habitantes, paguen el impuesto, es que la Corte no hace nada para que así sea.

Sin embargo, no ha sido esa primera parte del capítulo la que me impresionó. El problema, se señala, es un “rubro menos famoso”: los bienes muebles e inmuebles secuestrados en las causas judiciales. La Corte no elige cualquier cosa. Cuando se trata de vehículos, los supremos se quedan con automóviles tales como Ford Ranger, BMW, Audi, Mini Cooper, Mercedes Benz, o camiones Scania. Si se trata de inmuebles, se prefieren las causas que durarán varios años en las que se secuestran estancias o establecimientos agrícolas en provincia de Buenos Aires y otras provincias, o una mansión en el barrio Los Troncos de Mar del Plata. La Corte no publica los nombramientos de los administradores de esos bienes, y es el mismo tribunal o sus órganos quienes resuelven cualquier conflicto vinculado a la administración. Una oda a la transparencia.


La historia de los supremos comienza con la etapa final de la Corte de la mayoría automática y termina con el ingreso de sus dos últimos supremos. Se trata de un libro extraordinario, que expone a la cabeza del más oscuro de los tres poderes, y que, por ello, debemos leer. Un libro donde se cuenta lo que los supremos hacen cotidianamente, no lo que ellos dicen que hacen.